viernes, 7 de octubre de 2022

Una visión de Juan Manuel de Rosas

 Las opiniones, en Argentina, siempre están divididas en dos bandos, somos mayormente binarios en casi todo sentido. Kirchneristas/Macristas, River/Boca, Verdes/ Celestes, Buenos Aires/Interior, peronistas/radicales, zurdos/gorilas, Soda Stereo/Los Redondos, alfajores Havanna/Balcarce, y así puedo seguir en muchas cosas más. Afortunadamente hay un porcentaje —reducido pero existente— de gente que actúa de un modo menos fanático, menos racional, menos visceral, y me atrevo a decir que son los que no la van con los ismos y que piensan un poco, especialmente por haber estudiado la historia. Vamos a hablar con la visión estos últimos, ya que es en balde decantarse por algún bando rosista/anti rosista, cayendo en esa marca binaria tan común.

Hace doce años, en una parada de colectivo me entretuve mirando la esquina de una verdulería que tenía las vidrieras tapadas de diarios, por estar en remodelación. Obviamente, rápida como una flecha me fui a la hoja que me llamó la atención desde lejos y, deseando que no viniera todavía el colectivo que esperaba, me devoré toda la nota, fascinada. Todo lo que signifique hablar de los personajes históricos sin almidón ni cartones, como si fueran hijos del vecino y desde una narrativa objetiva me apasiona, y este perfil físico y psicológico de Juan Manuel de Rosas debía tenerlo conmigo, había que buscar el modo...

Así fue que volví unos días después, rogando para mis adentros que la verdulería aún estuviera en reformas, y le saqué la foto a la hoja de diario pegada al vidrio del lado de adentro.

Ahora cumplo con mi deseo de compartirlo, copiando palabra por palabra desde la foto, porque es imperdible para ver, en un contexto humano y tangible a uno de los personajes más fuertes y controvertidos de nuestra historia.

La foto tras el vidrio.

Juan Manuel de Rosas. Perfil Psíquico y físico

“A pesar de las afecciones que padecía don Juan Manuel de Rosas, el aspecto de hombre fuerte y gran altura producía en la imaginación popular una idea de poder y grandeza que, unida a su riqueza material y sus habilidades ecuestres, configuraba en las masas la reencarnación de un héroe mítico.

Bien decía Ramos Mejía: "No hay jiboso y deforme físico que sea popular, Rivadavia, el hombre más feo que ha conocido su generación, era el escarnio de la multitud que lo llamaba 'el sapo del diluvio' y que a pesar de sus virtudes y talentos no llegó jamás a saborear la popularidad".

"Rosas era un hombre alto, rubio, blanco", nos dice su sobrino Lucio V. Mansilla, "semipálido, combinación de sangre y bilis, un cuasi adiposo napoleónico de gran altura, de frente perpendicular, amplia, rasa como una plancha de mármol fría, lo mismo que sus concepciones de cejas no muy guarnecidas, de movilidad difícil, de mirada fuerte, templada por el azul de una pupila casi perdida por lo tenue del matiz dentro de unas órbitas escondidas en concavidades insoldables, de nariz grande, afilada y correcta, tirando más al griego que al romano, de labios delgados y casi cerrados, como dando la medida de su reserva, de la fuerza de sus resoluciones, sin pelo de barba, perfectamente afeitado de modo que el juego de sus músculos era perceptible...".

En esta descripción, Mansilla trasunta el espíritu positivista de la época, relacionando los rasgos físicos con las características psíquicas que tanto fascinaban a los frenólogos y que llegarían a su clímax de las manos de las teorías lombrosianas sobre el criminal nato.

Hombre fuerte

Nos cuenta Mansilla que su tío lucía en la frente una antigua cicatriz y el dedo anular de una de sus manos estaba levemente tronchado en la primera falange, secuela de un accidente de trabajo al habérsele cortado el lazo pialando potros. Continúa Mansilla afirmando que, "si bien su sonrisa no llega a ser tierna, siendo afectuosa, el timbre de voz es simpático hasta la seducción". Seducción era la palabra clave de este hombre que con su imagen de hombre fuerte y decidido acaparó la voluntad de las masas al hablar en un idioma que no era aquél que usaban sus opositores. Rosas fue un criollo de ley que se valió de la astucia de gaucho pícaro para manejar a sus oponentes.

Múltiples anécdotas jalonan su larga existencia para pintar al hombre tras el político. En oportunidad de una cena ofrecida como cordial corolario del tratado Arana Mackau, Rosas responde afirmativamente tras una pregunta del diplomático francés sobre la existencia de caballos en la Patagonia, haciendo la salvedad (y aquí nos imaginamos un destello de picardía en esos ojos helados) de la dificultad que le creaba a los patagones el gran rabo que tienen, obligándolos a hacer un profundo agujero en la silla para introducirlo, inconveniente compensado por la ventaja de poder hacerse fresco con la cola y espantarse las moscas.

Esta respuesta, a todas luces disparatada y burlona, destaca el pesado sentido del humor del Restaurador, que seguramente pensó que si había podido hacerle tragar a Mackau esta historia, viéndole engullir este engaño sobre la cola de los caballos patagónicos. Haciendo gala del mismo humor pesado manejaba a sus enanos de la corte palermitana, Eusebio de la Santa Federación y Biguá, peones en su juego de poder. Rosas les hacía decir lo que él no podía. Cuentan que un jerarca de la iglesia local fue a visitar al Gobernador a su residencia, y mientras hablaban de vaguedades apareció don Eusebio vestido de frac y galera, chaleco punzó y aires de gran señor. Así se acercó al prelado y con gran solemnidad le dijo: "Cómo está usted, reverencia? Cómo está su esposa, señoría?" Fue entonces que Rosas intervino rápidamente echando al enano de un puntapié y deshaciéndose en disculpas al prelado, que lucía una sonrisa helada en el rostro. Con esta maniobra preparada con anticipación, Rosas había puesto en inferioridad de condiciones a su interlocutor que se pasó el resto de la entrevista pensando cómo era que el Gobernador se había enterado de la existencia de su amante.”

Esta nota del diario fue escrita como un extracto de la obra de Omar Lopez Mato, “La Patria enferma”, fantástico libro que, doce años después, conseguí comprar para devorarlo de cabo a rabo.

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